jueves, 9 de octubre de 2008

BETIS-CHELSEA

Tuvo que ser alrededor de la primavera de aquel Betis cuando comenzaron los desfiles de frases lapidarias. Mi nuevo amigo Alberto era seguramente el camarero del bar donde yo pretendí de forma notable a mi buena amiga NOMBRE OMITIDO aquella tarde grandilocuente en lo que a vino de pitarra se refiere. ¡Yo la quería! Conozco mi actuación de rebotar por el bar señalando una mancha de vino que había en mi camiseta al anuncio de This is blood, haber conversado con un hispano-inglés de corte grutesco (se aceptan lecturas rápidas) y amigos pendencieros (también de orejas para afuera).
Y yo hacía toda mi performance en amor a la mirada de mi amiguita. Seguramente ella coqueteó con mi nuevo amigo Alberto, Alberto Ortega, entre sollozos de placer bebedor y la desentonación de las almas inteligentes. Yo tenía toda la imaginación al servicio de mis decisiones irresponsables y, como si hubiera escrito el futuro de los demás, sonreí suavemente a una adolescente que años más adelante (años como los de ahora digamos) sería mi mujer. Porque no me equivoqué al confiarme, siempre dije que mis años veinte representarían un perfeccionamiento, ante todo físico, una superación progresiva, sobre todo en encanto personal, cuya meta se situaría en mis treinta años y mis treinta expresiones aprendidas en horas de antiguo encierro y literatura nueva.