domingo, 9 de noviembre de 2008

LOS PRINCIPIOS

Las ventanas permitían dócil paso a la luz, no a imagen alguna. Mortecinos eran los exámenes por la tarde y Montesinos eran los hermanos que nunca los hacían. Yo, empollón y buen jugador de futbito y baloncesto, me movía en la sutil frontera de la marginación fraternal y el respeto germánico, el segundo calificativo más propio del primer significado según nos aporta nuestra pronunciación roma.
Cuando volvía al colegio después de comer, acariciado por la temperatura más gestante de la especie, encontraba a mis amigos en plena euforia deportiva o disfrutando de la canícula, referencia aquí a tierra horadada, a perlas americanas y técnicas de disparo, chasquidos. Una de esas tardes me encontré al Buyo hecho un poema de Lorca: jugando al poliladro había resbalado con una mierda situada en los alrededores del comedor, cayendo además sobre otra mucho mayor un metro más cerca de la cocina. Las autoridades magistrales le dieron la tarde libre, pero no sin dedicarle antes una faciloca reprimenda pública, a saber si por el olor que había adquirido su ropa o por recorrer olvidados recovecos del onomatopéyico colegio Padre Manjón.
El Chóped (trigo de San Luis y San Julián) era el generoso apodo de nuestro grasiento director. El Casquet (oráculo del Casco Norte) fue expulsado para siempre un almuerzo por darle un conmovedor puñetazo en defensa propia y generacional. Honor de menor, tampoco habíamos pedido venir a este mundo.