sábado, 15 de noviembre de 2008

MEMORIAS PENDIENTES DE UN HILO

La Edad de Oro es la traducción del pub cuyo exterior más cosas me prometía al principio. Esa calle se perdía en lo que yo quería imaginar un barrio a la sureña usanza, con más manzanas y más cuadradas, con sitio para alguna plaza. Lo que no dominaba mi vista era en realidad donde se escondían los vacíos y los zorros, las inconexiones urbanas y los disparates bajo un mismo techo, lo contrario a la Navidad.
Por Bethnal Green, o por Hackney Road, había un reformatorio. Creo que los edificios de alrededor estaban inhabitados, creo que la hamburguesa para hindúes vegetarianos y los ratones blancos entre luces de neón fueron concebidos en los años setenta, creí paseando farragosamente con mis amigos catalanes que en pocos años habríamos importado la fórmula de anuncios guarros en las cabinas telefónicas. Coleccionábamos esas cartulinas.
El sonido que hacen las orquestas antes de organizarse era la inspiración para la gente que se cruzaba en las calles más famosas si estábamos, eso sí, en un día festivo al sol de la tercera vía y asumíamos firmes responsabilidades para con el centro del mundo. Turistas, policías y actrices amateurs completaban aquella empresa de máximos por la que la especie era más humana y menos ecuánime. Todos hemos leído a Fitzgerald con los hombros caídos o todos hemos caído en la mismas debilidades de los hombres más leídos, daba igual, el hecho es que el amor siempre era un futuro mejor y dicha sugestión me tenía lejos de una milésima de abandono o frialdad. Sólo se sabía que pasaría el tiempo, ante lo cual yo pedía ser netamente educado, como un padre que instruye a sus hijos con la ayuda de la tele. Me gustan los picos de evolución, digo saboreando brumas de resaca y jugando con las palabras. Con esto ya se puede reconstruir mi cara en aquellas tiendas de discos, siempre directo a los puestos de escucha y descubriendo canciones para otro ciclo de mi vida. Había emigrado de espaldas.