domingo, 14 de diciembre de 2008

SOLILOQUIO

Era impresionante la moqueta de abajo cuando amanecía (ejem, lo más alto que podía el sol) toda llena de sobres con estampillas raras. El primer mes fue costumbre vivir ese primer látido del día libre en torno al almuerzo porque no había cuerpo español que tan lejos quisiera alardear más temprano. Por eso que el sol ya no subiría más, ni el día depararía nada más ilusionante. El resto de la semana, mucho peor: me levantaba antes que el servicio postal y la única aspiración al volver, con los ojos en el cerebelo, era tirar para arriba, tirar la mochila y tirarme en la cama.
Fui aprendiendo. Comenzó a despertarme el profesional ruido de ranura de la acción del cartero, iba comprendiendo también el porqué del bajísimo arco que describía el sol y las pocas horas que Nana Acheampong destinaba a vivir sin contar dinero y semanas a cobrar (aunque hubo un día que el hombre recibió a una mujer de su edad, y casi le doy palmaditas de empatía en la espalda). Cuando sonaba la irrupción de la correspondencia, yo caía de la cama y escaleras abajo. Y con la concentración de un niño, y un campo visual que simultaneaba veinte cartas más un trapo con restos de hierba, me hundía o me emocionaba... pero siempre con ojos de sapo, hermano.