miércoles, 29 de abril de 2009

INERCIA

Se despierta lamentando no haber vivido la adolescencia. Cualquier referencia a los pisos de su país le enternece. (En la calle arranca algún deportivo mientras él prepara tostadas de tocino, de cómo un error provinciano se convirtió en la exaltación de una familia). Los autobuses le dejaron tirado anoche, y lo recuerda como si hubiera bebido las hieles del fracaso. Gana su habitación y se recluye pacíficamente. Escucha la canción No mires a los ojos de la gente y se congracia con su infancia. (En ese momento, el hermano abre una carta sellada en Gran Bretaña, padre y madre escuchan decepcionados tanta asepsia y se imaginan mucha normalidad en la emigración del pequeño). Y el pequeño se encuentra sacudido por la semana más larga, más inclemente de su historia, pero sabe que lo correcto es apretar los labios, ya aprendió a ser rechazado por niñas malas sin que nadie sufriera por él.
Para salir adelante hoy toca parque, las panorámicas le relajan. En 1998, ver tres aviones en línea separados por tres y tres kilómetros no es todavía causa de nerviosismo. Prueba a sentarse en el césped como hacen los lugareños y no dura ni medio minuto porque sus manos no repelen a los insectos. (Pasear a un lado del canal entre tantas parejas le hace sentirse a un lado de la vida). Es capaz de aguantar sin comer, de andar la mitad de un día cuesta arriba, de beber lo que los demás quieran beber, dormir en el suelo y, por último, volver a casa sin noticias. Apaga la luz midiendo la maniobra que le debe llevar a la cama, soñará con un viaje y andaluzas por conocer.