miércoles, 26 de agosto de 2009

ABRIL, 1999

Una de las sorpresas que más cara de niño me produjo fue la frecuencia con la que todas las tiendas de donde me había tocado vivir, y que yo creía tiendecillas de barrio con gran diseño, aparecían en cualquier Calle Alta que recorriera. Hasta la tintorería Crystal pertenecía a una gran cadena, probablemente con mayor facturación que algunas urbes de origen de la clientela. Por cierto, allí lavé mi ropa a 90ºC, naturalmente por error (hay que recordar que andaba medio sonado), y sólo una camiseta de promoción quedó descolorida, hasta la colada se adaptaba al medio. En mi habitación había detalles que invitaban a la locura: el colchón sobre el colchón, el escritorio pillamanos, la mesa de guardería, el sillón que obligaba a posturas de ultraconcentración... Por no hablar de la banda sonora de la calle (trasera) entre las siete de la mañana y las siete de la tarde. Destacaba incansablemente una voz que anunciaba por megafonía distintas estaciones de tren, o de metro, o de ambos; eran unos ocho destinos que se repetían una y otra vez, una y otra vez, desde algún apeadero cercano que yo nunca conseguí localizar. Sin embargo, acabé por acostumbrarme a ese ruido de fondo, quizás porque era una bonita voz femenina, y más de porcelana que metálica, y llegó a ser causa de motivación en los despertares de mis días libres.