miércoles, 9 de diciembre de 2009

EL ESTADO DE ANSIEDAD LATITUDINAL

El secretario de estado despertó en medio de un desfiladero extraordinariamente otoñal y placentero, a pesar de las ridículas protecciones laterales del viaducto y de la fría baba que había empapado la tapicería y la fea barba. ¡Qué hacía él allí atravesando el Bierzo! Estuvo a punto de quedar en evidencia su inadaptación a la velocidad del cargo pero pudo contar hasta tres (cumbres nevadas) y no se lo preguntó al chófer. Tenía en el móvil dos llamadas perdidas del ministro, de una hora antes y media hora antes respectivamente, y supuso que su estabilidad profesional quedaba pendiente de un alambre retorcido y con pinchos, como los que cercaron en su infancia los campos de su padre. No, no se tratarían de dos simples cobras ministeriales, aquellas seguramente eran llamadas frustradas cargadas de reproches, exigencias y groserías de un tecnócrata europeísta que siempre había menospreciado a los andaluces en general, y a los sevillanos en especial, por dogma soriano paterno y crueles experiencias feriantes como turista mal vestido. Pero ninguno de esos temores infantiles obedecían a razonamientos consistentes, él no era consciente del hidalgo prestigio que le fosilizaba como gestor robótico y atormentado, y nadie ponía en cuestión su abnegado desempeño al frente de la secretaría, y eso a pesar de bailar sevillanas una vez al año y de relatar en los breaks sobre ruedas, con proliferación de imágenes soleadas, las genialidades de sus compañeros de clase, los poderes de los vinos del aperitivo, la comunión entre cerveza Cruzcampo y poético hipocampo, la frugalidad de la tapa y de la vida, los colores albero, añil y resplandor embelleciendo el deterioro que los desamores producían en las calles de siempre, la sencillez de la Puerta Osario y la inmensidad del siglo XVI.