miércoles, 5 de agosto de 2009

SAINETE I

Ernesto seguía lamentando la construcción de un metro para Sevilla. No era el derrotismo rancio del escalón-descansillo por encima de la media (miles de conciudadanos anómicos lo ocupaban), tampoco el miedo al paso de los años de quien no sabe envejecer. Lo que desolaba a Ernesto de aquel proyecto hecho trayecto era la velocidad escalofriante con que las hordas de delincuentes (y sus padres incompetentes) se colaban en la mayor ciudadela del continente, entre los pasos tranquilos de los ancianos más elegantes de la mañana. Ernesto recordaba su juventud en autobús, recordaba los jardines del Alcázar tras ese muro, bajo los árboles, el bar de época y las palabras clandestinas de Nuria cuando ambos se retrasaron de sus amigos. Cinco años más tarde:
- Hola, qué bien te veo.
- Y tú también. Yo estoy bien, sí.
El reencuentro en el estudio no puede prolongarse por mucho tiempo porque la grabación debe comenzar ya (la culpa es de Ernesto, claro, esta obsoleta querencia por el autobús le hace llegar tarde a todos sitios). Se dirigen al atril como cuando se conocieron, concentrados, serios, reconfortados, como solía evocar para tales momentos su malogrado amigo Dani: con la temperatura de la escena final de El Graduado. Ella ha sugerido tomar algo a la salida, y Ernesto ha contestado que sí. Él la ha rodeado con su brazo como “un buen profesional que se enfrenta a un take” (voz engolada), y Nuria ha dicho algo cristalino con la mirada y su camiseta. (Carraspeo)...A Ernesto y a Nuria les pagaban por doblar, y ausentes pero diligentes...
- ¡¡¡No pueede seeeer!!! ¡¡¡Los payasitos se fueron y me dejaron en este valle de margaritas!!! – dijo Ernesto con la chillona voz de un conejito afeminado.
- No te enojes, pequeñín. ¡Mañana veremos a tu papi y a tu mami! –contestó Nuria en el papel de la bruja buena pero igualmente ronca.