sábado, 21 de marzo de 2020

EN LOS CONFINES DE LA SAGA

"Nunca pasa nada", solía sentenciar mi hermano Rafa cambiando de canal cuando las conjeturas temibles de un telediario finisecular.
"Nunca pasa nada" también servía para apagar las pocas ilusiones post-expo que un mozo sevillano con los huevos negros se podía permitir entre un nuevo suspenso y un nuevo rechazo. Barriladas aparte, hacer cosas fuera de lo previsible era una pulsión que se venía cociendo en las mañanas de exámenes y renuncias y en los veranos que no pisábamos la playa. Así se armaba de almas errantes la supernova mediana que, desde Londres, cegaría para siempre nuestras vidas silenciosas. No sólo allí, también en los inverosímiles actos televisados de terrorismo internacional, comenzó a fraguar la sensación de que ya jamás habría nada que dejaría de pasar. Agitación y exposición a la incertidumbre, resacas imperiales y presumibles ciáticas siguieron marcando un siglo que corría a la velocidad de Odonkor (y con su misma imprecisión). Años rogando miserablemente por un cataclismo que me liberase de obligaciones asfixiantes, ese era el domingo. Años entrenando del salón a la cocina, gozoso en la reclusión, para el "Siempre pasa todo".

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